Pasé a buscar a Mariano por su casa, en el
horario en el que debería haber estado en la facultad. Así mi padre no me
pediría explicaciones sobre mi paradero. Sabía que de algo iba a servirme la
facultad, al menos como coartada.
Llevé a Mariano hasta la estación de micros
Mariano Moreno. Le dije que viaje al sur, que desaparezca en el fin del mundo.
Le prometí que no diría nada, que su secreto estaba a salvo conmigo. Y así va a
ser. Ni mi padre ni nadie más deben saber su legado.
Darle ese último beso fue lo más difícil
que hice en mi vida. Todavía me cuesta creer lo mucho que logré amarlo, en tan
poco tiempo.
Unos minutos antes de que suba al micro y
se fuera para no verlo jamás, le pregunté por su madre, le pedí su nombre. No
quiso saber el motivo de mi interés. Me observó fijamente, con un aire de
súplica o de nostalgia. “Lidia Suarez”, me dijo antes de que se perdiera en el
oscuro interior del autobús.
Vi cómo el micro se alejaba de mí, lo vi
irse y vi cómo mi futuro también se iba. Pensé en el error que podría estar
cometiendo, pero no me importó. Esa fue la última vez que vi a Mariano.
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