Pasaron seis días desde la última vez que
me animé a escribir algo en este diario, seis días desde mi cumpleaños. Ahora
me siento lista para escribirlo. Aunque mi padre me remarcó la importancia de
que esto debía ser conservando en secreto, siento la necesidad de transformar
en palabras todo lo que vi esa noche. Quizás así, hasta lo comprenda mejor.
Después de todo, este es mi diario íntimo. ¿Quién más podría leerlo?
Terminada la fiesta, mi padre dijo que
iríamos por mi regalo. Así que nos subimos al auto y condujo hasta el otro lado
de la ciudad. Guardó silencio durante todo el viaje y a mí no se me ocurría
nada para decir. Estaba muy ocupada debatiendo qué sentir: si miedo o calma. Y
es que mi cuerpo y mi mente decían que debía correr, que no quería quedarme
ahí. Pero algo… no sé, algo me decía que todo estaba bien y que debía quedarme.
Nos detuvimos frente a una fábrica
abandonada y caminamos hasta su interior. Dentro había un grupo no muy numeroso
de personas. Allí reconocí al tío Félix y a Laura Chaves, una vieja amiga de mi
padre; al resto, jamás los había visto. El tío Félix se acercó a mi padre, le
entregó un recipiente con un líquido humeante, me miró y me sonrió; el estupor
no me permitió devolverle la sonrisa. Mi padre dijo que podía explicarme todo,
pero que prefería que lo viera con mis propios ojos. Que si quería conocer la
verdad, debía respirar del vaho que emanaba de ese líquido, que tenía
sumergidas unas cuantas hojas vegetales.
Y a pesar de que todo me decía que no lo
hiciera… Respiré…
Siglos y siglos de historia pasaron frente
a mis ojos. Lo vi, lo vi todo. Sentí la angustia, el miedo, el horror, el
sufrimiento, el odio… Sentí la fuerza para redimir todo eso.
Caí desvanecida una vez que la alucinación
finalizó (¿o debería decir visión?). Mi padre me tomó entre sus brazos, me miró
fijamente a los ojos. Y me dijo cuatro palabras, sólo cuatro palabras que
resuenan día y noche en mi cabeza. “Ese es tu legado”.
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