Entendí a Lidia, entendí lo difícil que fue
para ella tomar la decisión que tomó. Entiendo lo difícil que es abandonar a un
hijo. Quizás jamás lo sepa, y si lo sabe quizás jamás lo comprenda. ¿Por qué
habría de comprenderlo? No hay excusa que valga para dejar a un hijo, no hay
nada que justifique desprenderte de lo más preciado que te da la vida. Siempre
creí que cuando fuera madre, no sé, mi hijo me iba a dar el aliento y las ganas
de vivir. Hoy descubrí que no soy capaz de darle ni siquiera un último abrazo.
Mis padres no van a conocer a su nieto. Mi
hijo no va a conocer a sus padres.
Es lo mejor, sin importar cuánto me pudiera
llegar a odiar a mi misma por esta decisión o cuánto me pudiera llegar a odiar
él por haberlo dejado en la puerta de una casa cualquiera… Tengo que entender
que es lo mejor.
Y como si fuera a llenar algo del enorme
vacío que siento en el pecho, le dejé un sobre con dinero y una carta. No
cometí el error que cometió Lidia de contarle la verdad. No, mi hijo no debe
saberla. Sólo le pedí algo a las personas que habitan esa casa, las mismas
personas que hoy deben estar intentando caer en la cuenta de que, sin siquiera
pensarlo, son padres. Sé que van a serlo, los estuve observando y sé que no van
a dejar que nada le pase a mi hijo. Les pedí que lo nombraran como siempre
quise nombrar a mi hijo. Les pedí que lo nombraran Pablo.
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